Cuando en 1914 el AMER BONALFAN salió de los astilleros no imaginaba ni remotamente el frío destino que le esperaba. Se trataba de un buque de bandera alemana, de 1.322 toneladas y sólido casco de acero, caracterizado por una gran chimenea gris.
Tras la Primera Guerra Mundial le fue entregado a Gran Bretaña como compensación por pérdidas navales. Una de las primeras cosas hicieron los nuevos propietarios fue cambiarle el nombre por el de BAYCHIMO. Una vez llegado a Canadá, se hizo cargo de él la firma “Bay Company of Hudson” que lo utilizó como carguero conectando diversos puntos en las gélidas aguas del norte, en torno al Círculo Polar Ártico, más exactamente para el transporte de las pieles que vendían los cazadores inuits. Su resistente casco pronto demostró ser muy fiable en un mar plagado de icebergs y banquisas. Cada año repetía la misma ruta recorriendo 3.200 km por uno de los mares más procelosos del planeta, distribuyendo víveres, combustible y otras mercancías cambiándolas por pieles y haciendo numerosas escalas para terminar de cargar sus bodegas con más pieles, producto del trabajo de los inuits y de tramperos occidentales.
El 6 de julio de 1931 el BAYCHIMO zarpó de Vancouver en la costa oeste de Canadá para iniciar su rutinario itinerario anual. El capitán John Cornwell con su tripulación de 36 hombres se disponía a adentrarse en aguas tan peligrosas y traicioneras que eran capaces de amedrentar al más fogueado marinero, por eso, el capitán, como cada año, debía esforzarse para ocultar su temor al clima extremo de la zona. Y sus recelos no eran infundados, no señor...
Tras terminar de llenar sus bodegas con pieles en la isla Victoria, el capitán Cornwell ordenó poner rumbo a Vancouver, completando así el periplo que les llevaría de vuelta a casa. Pero las condiciones ambientales en el Polo Norte son extremas y es tan impredecible la posibilidad de que el invierno se adelante, que pensar en el otoño es de optimistas. Violentos vientos e intensas heladas hicieron que las aguas se solidificaran alrededor del buque dejando un estrecho paso que se cerró a las pocas horas, quedando el BAYCHIMO atrapado frente a las costas de Barrow, una pequeña aldea de Alaska, donde la Compañía había construido unas cabañas. Constatada la imposibilidad de avanzar, el capitán Cornwell ordenó a la tripulación dirigirse a pie hacia la aldea, ante el temor de que las cosas se pusieran aún más difíciles. Apenas les separaba un kilómetro, pero salvar esa distancia se convirtió en un infierno bajo la rugiente tempestad. A duras penas consiguieron llegar a las cabañas donde permanecieron atrapados durante dos días interminables, en los que no podían dejar de pensar en su inmediato destino, con un tiempo inclemente, la noche ártica cerrándose sobre ellos y un barco con una fortuna en sus bodegas atrapado por los hielos crecientes.
Sin embargo, en medio de las tribulaciones, surgió el milagro. Sin nada que lo hiciera presagiar, la tormenta cesó repentinamente. El hielo comenzó a debilitarse y el BAYCHIMO quedó liberado.
La tripulación, encantada con la buena suerte, no dudó en subir a bordo con el entusiasmo inspirado por la inminente vuelta a casa. Pero ignoraban que su barco empezaba a transgredir los límites de la lógica para adentrarse en las páginas del misterio. A los pocos días, otra capa de hielo atenazó el casco, y nuevamente, a las pocas horas, el buque quedó redimido de su frío opresor. La tripulación albergaba la esperanza de salvarse y salvar el barco y su preciada carga, pero el capitán consideró que por muy sólido que pareciera el casco, las condiciones atmosféricas adversas acabarían por quebrarlo y hundirlo como si fuera de juguete.
El 15 de octubre, ante la imposibilidad de seguir adelante, la situación era tan descorazonadora que el capitán Cornwell se vio en la necesidad de tomar la decisión de enviar varios mensajes de socorro, en virtud de los cuales la Compañía envió dos aviones de rescate de la base de Nome en la Península de Seward, al oeste de Alaska, a 600 millas de distancia. Veintidós hombres fueron evacuados mientras que el resto de la tripulación, catorce hombres y el capitán, permaneció a bordo del buque a la espera de que el hielo aflojara su fuerza y poder poner a salvo su carga, que no olvidemos estaba compuesta por valiosas pieles.
La espera se preveía larga, así que allí mismo, sobre el banco de hielo construyeron un sólido refugio de madera, hicieron acopio de leña, transportaron agua desde un lago interior y se dispusieron a esperar la llegada del verano polar que favoreciera su marcha.
Ya llevaban un mes de espera en su refugio cuando, tras una impetuosa tempestad, la tripulación descubrió que donde había estado el BAYCHIMO de repente ahora había un gran montaña de nieve. Después de buscarlo por los alrededores, llegaron a la conclusión de que el maltrecho vapor había sido destrozado por la tempestad y por último se habría hundido sin remisión.
Una vez sopesadas todas las circunstancias y vicisitudes de lo acontecido, se decidió que no había razón para permanecer allí por más tiempo; un par de voluntarios, el tercer ingeniero Finlay y un trampero que viajaba como pasajero en el BAYCHIMO, recorrieron 22 millas sobre el hielo para pedir ayuda en una aldea esquimal. Cuando estaban preparando el regreso antes de que el tiempo empeorase aún más, un inuit cazador de focas les comunicó que su barco se encontraba a unas 45 millas hacia el sudeste, un hecho impensable si tenemos en cuenta que el buque se encontraba atrapado por bancos de hielo que no habían podido fundirse. Hacia allí se dirigieron, y después de un duro camino, lo encontraron intacto. Aun así comprendieron que en aquellas condiciones el buque era insalvable. El capitán Cornwell ordenó entonces sacar las pieles más valiosas de la bodega y abandonarlo definitivamente a su suerte. Pocas horas después un avión los evacuaría.
Pero la historia no termina aquí. Más bien comienza...
Varios meses después, y cuando el BAYCHIMO ya era un recuerdo, llegó a la sede de la Compañía en Vancouver un sorprendente mensaje. Un grupo de inuits había avistado el vapor varios centenares de kilómetros al este del punto donde había sido visto por última vez. A mediados de marzo de 1932, un joven cazador llamado Leslie Melvin, en un viaje en trineo en el camino de Hesschel a Nome acertó a ver el carguero meciéndose tranquilamente a poco distancia de la costa. El joven subió a bordo y comprobó que las pieles estaban perfectamente estibadas en la bodega, pero allí tuvo que dejarlas porque le resultaba imposible llevárselas consigo. Pero no fue este el último avistamiento. Algunos meses más tarde, los trabajadores de una empresa petrolífera que efectuaba prospecciones por la zona consiguieron verlo y también subieron a bordo, ellos también notaron que todo seguía en el mismo orden ya descrito por otros testigos anteriores. A comienzos de 1933 fue visto en las cercanías del punto donde su capitán lo había dejado abandonado por un grupo de esquimales que se acercaron a él en su kayak. Justo en el momento en que subieron a bordo estalló una tormenta y se tuvieron que refugiar en el interior del barco durante diez días, sin agua ni alimentos hasta que pudieron abandonarlo. La presencia del BAYCHIMO se multiplicaba. Agosto de 1933, julio de 1934, septiembre de 1935, varias ocasiones en 1939, esquimales, científicos, aventureros, pilotos... muchos fueron los testimonios que llegaron a la sede de la Compañía en los que describían a su vapor navegando plácidamente por las aguas del polo, pero eso sí, siempre imposible de rescatar.
Realmente parece sobrenatural que, a pesar de las tensiones del hielo sobre el casco, el buque pudiera permanecer a flote todos esos años. Aún cuando no exista una explicación razonada para esto, lo que resulta fuera de toda duda es la impecable profesionalidad de los constructores quienes sin habérselo propuesto fueron capaces de fabricar un barco que iba a entrar en la leyenda.
En la actualidad no se tiene conocimiento de si aún sigue a la deriva, de hecho, la última vez que se le vio fue en 1969 —¡treinta y ocho años después de haber sido abandonado!— atrapado por los hielos en Icy Cape, al norte de Alaska. Fue un grupo de pescadores inuits los que dieron aviso del hallazgo del que ellos ya llamaban el “Uniak” o “fantasma del Ártico”.
© Coral y Ramiro González.
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